domingo, 12 de febrero de 2012

Libros


Cierto día de la semana pasada, no recuerdo cual, me desperté repentinamente con una terrible presión en los costados. Creía que no iba a poder aguantar mucho tiempo con tal dolor. Cuando al fin abrí los ojos, vi que me encontraba aplastado entre dos grandes libros en la estantería de una biblioteca. Al instante me di cuenta de que estaba en un sueño. Por un lado me tranquilizó, pero por otro me entró una gran angustia, pues últimamente no me fío de mis intensas experiencias oníricas. La biblioteca evocaba en mí un cierto recuerdo que no llegaba a florecer con claridad. De pronto, algo llamó mi atención. Por toda la sala había libros moviéndose, arrastrándose por el suelo, pasando sus páginas lentamente, disfrutando del frescor del aire al atravesar sus hojas amarillentas. Libros que se agolpaban en las mesas de estudio buscando un lugar de descanso para cortejar a los lectores que llegarían al día siguiente. Intentando tener el mejor lugar, el más llamativo, y mostrando los más jóvenes sus relucientes cubiertas con orgullo, rivalizando estéticamente entre ellos al abrir sus entrañas por las páginas más interesantes, como si de hermosos pavos reales se trataran. De pronto, el dolor por la presión de los costados me hizo salir de mi contemplación. A mi izquierda “Crimen y castigo” de Dostoievsky me impedía la respiración. No era capaz de mirarlo, tan denso, frío, complicado. Su peso era enorme, como si cada miligramo de celulosa contuviera un universo escrito en su interior. Su presencia era aplastante, asfixiante. Apretándome fuertemente el lado derecho descansaba “Olvidado Rey Gudú”, de La Matute (por lo que veo, mi subconsciente no domina el orden alfabético). Sí, “Olvidado Rey Gudú”. Demasiadas emociones y recuerdos. Al mirarlo de reojo me vi dentro de ese libro, en la dulce piel de uno de sus personajes, con un montón de desconocidos a mi alrededor. Sin embargo no siempre navegué solo por el interior de sus páginas. Será nostalgia? Quizá.
Calor, asfixia, no podía soportar más tiempo en la estantería, entre esos dos gigantes de mi conciencia . Intenté empujarlos con los brazos para tomar algo de aire. Fue entonces cuando descubrí que yo mismo era un libro más. Un libro joven apresado entre dos ancianos.
Sin dudarlo empujé y empujé hasta que me encontré suspendido en el extremo de la estantería. Cuando perdí el equilibrio sentí como me precipitaba al vacío y me golpeaba contra el frío suelo de mármol. Por suerte no me rompí nada (no se me dobló ninguna hoja). Mi caída pasó desapercibida para los demás libros, ya que había una afluencia constante de ejemplares buscando sitios de las baldas en las que acurrucarse, o escapando de ellas. Transeúntes  de las alturas.
Me encaramé a una mesa apoyándome en un grupo de enciclopedias dormidas, y empecé a reptar lentamente, tomando conciencia de mi nueva forma. Esquivé pequeñas novelas, sabios ancestrales de tapas roídas, fugaces libros de relatos...
La vorágine de ruidos de folios tenía una musicalidad suave, y evocaba la personalidad de cada uno, un aleteo de páginas, un susurro de palabras de tinta. De pronto paré en seco delante de una novela de tapas verdosas. A pesar de la metamorfosis la reconocí al instante. El cambio era notable, pero esas tapas de cartón forrado en tela verde jamás se me han olvidado. Mientras los libros correteaban por toda la biblioteca, me paré a una cierta distancia para contemplar la novela . Parecía aletargada, en trance, casi difunta. Su postura era bastante extravagante y rápidamente captó toda mi atención. Tenía las tapas verdes apoyadas en la mesa y estaba abierta por una de sus primeras hojas, entre el primer y segundo capítulo. No obstante el folio se encontraba en posición vertical, en un equilibrio perfecto que ni siquiera la brisa que entraba por las ventanas podía lograr tumbar sobre sus compañeras de capítulo uno. Una posición aguda, que dejaba un peligroso filo de celulosa al descubierto. Un peligroso filo por el que corría una sangre oscura de algún dedo herido. Una sangre oscura que empapaba las hojas y desdibujaba las palabras. Una sangre oscura que amenazaba con enturbiar toda la novela. Me dí cuenta de lo que estaba ocurriendo, y sentí lástima. Lástima por esa página que se mantenía en equilibrio sin ser capaz de pasar.
Me coloqué en el otro extremo de la larga mesa, de espaldas a la pobre novela. Me tumbé con cuidado. Y me abrí por la primera página del desconocido capítulo dos. Mi capítulo dos.

No hay comentarios: