miércoles, 4 de abril de 2012

Grapas

No hace mucho, descubrí que tengo una manía obsesiva con las grapas. En ellas encuentro un placer insospechado que jamás he logrado experimentar con ningún otro material físico. La crueldad que desprenden sus acciones me permite conducir toda mi ira y conseguir una personalidad pacífica e inocua.
Disfruto con su sufrimiento, y también con su maldad torturadora. No sólo la grapadora evoca en mi mente la forma de un revólver, sino que en ocasiones me sorprendo a mí mismo ofreciendo en sacrificio a cientos de grapas.
Observo de cerca como se doblan poco a poco por la presión que mis manos ejercen sobre el mango del instrumento metálico. Cuando ya han sido plegadas por completo, falta el último empujón que las prensa totalmente, y con el siento un placer nirvánico. Y después otra, y otra. Así toda mi rabia es pagada por las pobres grapas que caen moribundas al suelo con peligro de arañar la tarima que pusimos nueva el año pasado. Y así voy creando un cementerio entero diario a mi alrededor, sin apenas ser consciente de ello. Si no es suficiente, puedo llegar a doblarlas y retorcerlas con los dientes de la forma más extravagante posible, destrozando su pequeña columna vertebral metálica.
El chasquido es constante en mi habitación. Ellas son mis ojos, mis manos, mis oídos. Me ayudan a explorar todos los rincones de mi mundo con detalle. Aunque también vivo con el temor que alguna me pille despistado y se introduzca maliciosamente en mi cuerpo, bajo mi epidermis, y acabe dominándome. Porque mis experiencias tan íntimas con ellas me han hecho ver que todo oprimido se convierte alguna vez en opresor. Pueden ser malvadas, dañinas, insensibles. Y es esa crueldad la que verdaderamente funciona como mi vía de escape, gracias a nuestra mágica conexión. Mis impulsos eléctricos demoníacos se escapan por el metal como si de un rayo se tratasen, mientras mi conciencia se ve empañada por un falso alivio.
No obstante, cierto día, quitando las grapas de unos folios, descubrí que de los pequeños orificios manaba un hilillo de brillante líquido rojo. Me asusté al instante. No podía ser. Se trataba de folios reciclados que mi madre traía antes del trabajo. Papel resucitado después de muerto, de color momificado. No era comparable con el inocente folio blando de papelería que desconoce aún las letras de tinta, los trazos del carboncillo o los chiles de la papelera. Era un papel viejo y sabio, Y mi grapa lo había hecho sangrar. Mi grapa a través de mí y yo a través de mi grapa. Me empezaron a entrar síntomas de un ataque de ansiedad. Mojé el meñique en el rojo fluido y me lo llevé a la boca. El característico sabor de la tinta. Respiré profundamente con la sensación de un asesino que se cree su falsa inocencia. Pero, lo siento, no es culpa mía. Son las grapas.
Yo no puedo vivir sin ellas ya. Soy como ellas me han ayudado a hacerme. Sin la descarga diaria me convertiría en el monstruo que siempre he intentado reprimir. Soy un adicto. Un adicto oculto, cotidiano y aparentemente vulgar.
No sé si mi vida tiene un fin determinado. Ni me apetece planteármelo. Pero puedo asegurar que para mí si lo tiene la vida de las grapas en mis obsesivas manos. La lástima es que la suya sea demasiado corta.

domingo, 12 de febrero de 2012

Libros


Cierto día de la semana pasada, no recuerdo cual, me desperté repentinamente con una terrible presión en los costados. Creía que no iba a poder aguantar mucho tiempo con tal dolor. Cuando al fin abrí los ojos, vi que me encontraba aplastado entre dos grandes libros en la estantería de una biblioteca. Al instante me di cuenta de que estaba en un sueño. Por un lado me tranquilizó, pero por otro me entró una gran angustia, pues últimamente no me fío de mis intensas experiencias oníricas. La biblioteca evocaba en mí un cierto recuerdo que no llegaba a florecer con claridad. De pronto, algo llamó mi atención. Por toda la sala había libros moviéndose, arrastrándose por el suelo, pasando sus páginas lentamente, disfrutando del frescor del aire al atravesar sus hojas amarillentas. Libros que se agolpaban en las mesas de estudio buscando un lugar de descanso para cortejar a los lectores que llegarían al día siguiente. Intentando tener el mejor lugar, el más llamativo, y mostrando los más jóvenes sus relucientes cubiertas con orgullo, rivalizando estéticamente entre ellos al abrir sus entrañas por las páginas más interesantes, como si de hermosos pavos reales se trataran. De pronto, el dolor por la presión de los costados me hizo salir de mi contemplación. A mi izquierda “Crimen y castigo” de Dostoievsky me impedía la respiración. No era capaz de mirarlo, tan denso, frío, complicado. Su peso era enorme, como si cada miligramo de celulosa contuviera un universo escrito en su interior. Su presencia era aplastante, asfixiante. Apretándome fuertemente el lado derecho descansaba “Olvidado Rey Gudú”, de La Matute (por lo que veo, mi subconsciente no domina el orden alfabético). Sí, “Olvidado Rey Gudú”. Demasiadas emociones y recuerdos. Al mirarlo de reojo me vi dentro de ese libro, en la dulce piel de uno de sus personajes, con un montón de desconocidos a mi alrededor. Sin embargo no siempre navegué solo por el interior de sus páginas. Será nostalgia? Quizá.
Calor, asfixia, no podía soportar más tiempo en la estantería, entre esos dos gigantes de mi conciencia . Intenté empujarlos con los brazos para tomar algo de aire. Fue entonces cuando descubrí que yo mismo era un libro más. Un libro joven apresado entre dos ancianos.
Sin dudarlo empujé y empujé hasta que me encontré suspendido en el extremo de la estantería. Cuando perdí el equilibrio sentí como me precipitaba al vacío y me golpeaba contra el frío suelo de mármol. Por suerte no me rompí nada (no se me dobló ninguna hoja). Mi caída pasó desapercibida para los demás libros, ya que había una afluencia constante de ejemplares buscando sitios de las baldas en las que acurrucarse, o escapando de ellas. Transeúntes  de las alturas.
Me encaramé a una mesa apoyándome en un grupo de enciclopedias dormidas, y empecé a reptar lentamente, tomando conciencia de mi nueva forma. Esquivé pequeñas novelas, sabios ancestrales de tapas roídas, fugaces libros de relatos...
La vorágine de ruidos de folios tenía una musicalidad suave, y evocaba la personalidad de cada uno, un aleteo de páginas, un susurro de palabras de tinta. De pronto paré en seco delante de una novela de tapas verdosas. A pesar de la metamorfosis la reconocí al instante. El cambio era notable, pero esas tapas de cartón forrado en tela verde jamás se me han olvidado. Mientras los libros correteaban por toda la biblioteca, me paré a una cierta distancia para contemplar la novela . Parecía aletargada, en trance, casi difunta. Su postura era bastante extravagante y rápidamente captó toda mi atención. Tenía las tapas verdes apoyadas en la mesa y estaba abierta por una de sus primeras hojas, entre el primer y segundo capítulo. No obstante el folio se encontraba en posición vertical, en un equilibrio perfecto que ni siquiera la brisa que entraba por las ventanas podía lograr tumbar sobre sus compañeras de capítulo uno. Una posición aguda, que dejaba un peligroso filo de celulosa al descubierto. Un peligroso filo por el que corría una sangre oscura de algún dedo herido. Una sangre oscura que empapaba las hojas y desdibujaba las palabras. Una sangre oscura que amenazaba con enturbiar toda la novela. Me dí cuenta de lo que estaba ocurriendo, y sentí lástima. Lástima por esa página que se mantenía en equilibrio sin ser capaz de pasar.
Me coloqué en el otro extremo de la larga mesa, de espaldas a la pobre novela. Me tumbé con cuidado. Y me abrí por la primera página del desconocido capítulo dos. Mi capítulo dos.

jueves, 5 de enero de 2012

Mi año

Comienza algo nuevo. Un nuevo principio que empieza igual que un final. No sé si eso es mala señal o, sin embargo, abre un horizonte de incertidumbre difuso y tenuemente atractivo. E incluso esperanzador. Quizá, sólo quizá.
Al mirar atrás sólo veo lo que fui y no lo que seré.
Fui un Gavrila, fui un Almibar y ahora... soy un clochard moribundo.
Uno, que no es capaz de aceptar una curativa botella de ron.

domingo, 25 de diciembre de 2011

Navidad como arma anímica

Sin duda, lo que llamamos Navidad es una perfecta e implacable arma anímica.
La definición más correcta sería la época del año en la que al entornar los ojos percibimos destellos luminosos que pueden inyectarnos unas dosis de alegría y euforia, o bien hundirnos en lo más profundo de nuestras penas. Esa es la Navidad. No obstante, siempre lleva adosada la palabra “feliz”. Aquí falla algo. O redefinimos “feliz” o no nos queda más remedio que manipular el significado convencional de “Navidad”. O simplemente, de forma cómoda, seguir viviendo desvinculados a nuestro propio lenguaje.
Aunque sin duda es la propia felicidad la culpable de esta ambigüedad anímica. La complejidad del ser humano. Si no somos felices y a nuestro alrededor rebosa felicidad, nos creemos más desgraciados aún. El ánimo humano global es incompresible. Si sube en el algunas zonas es a costa de bajar en otras.
Por eso, al desearme “feliz Navidad” a veces parece una información sarcástica de las felicidades ajenas concretas, aquellas que me hacen sentir más hundido. El lenguaje tiene un salvaje humor negro intrínseco. La Navidad también. Y, sin lugar a dudas, la propia mente humana.
A veces sueño que suelto un pequeño cervatillo un día de finales de diciembre en la Gran Vía, con las luces y emoción llenando el caudal de la arteria madrileña. El pobre huye despavorido, atemorizado. Cuando le intento explicar que en esta época el ser humano es feliz me manda a freír espárragos (sí, en mis sueños los ciervos son políglotas). Cuando me despierto siempre me pregunto qué seré verdaderamente, un ser humano o un cervatillo. Por sí acaso, sigo haciendo regalos, pero también me tomo un poquito de musgo del belén al final de cada comida. La vida no siempre es lo que parece y hay que prepararse para todo.
Mucha Navidad a todos.

viernes, 23 de diciembre de 2011

Desdoblamiento

Una de las ventajas de ver mal de lejos, es que es mucho más fácil imaginar. Siempre lo he sabido y siempre he intentando sacar provecho de ello. Pero nunca supe que la cosa llegaría tan lejos como para provocarme la huída momentánea de mi propio cuerpo. Un desdoblamiento corporal como el que viví ayer, asomado a la ventana que da al pequeño parque. Mi miopía me impide dibujar rostros definidos, pero el largo pelo rojo radiactivo de la chica, sentada en el suelo, me hizo verla en su plenitud. Del chico, metros más allá, no me acuerdo. Sólo sé que lo único que deseaba mi mente en ese momento es que se juntaran entre los columpios y se besaran. Me sorprendí de mi actitud ansiosa y extravagante. Pero algo me decía que iba a pasar y yo me moría de ganas de que pasara. Cuanto antes. Y ocurrió. Fugazmente, pero sin prisas, sin miedos. De forma pura, limpia, natural. De pronto me dí cuenta de que no lo estaba viendo desde la ventana. Lo viví en primera persona, disfrutando de los pocos segundos que duró la unión entre ella y yo. Entre ella y el cuerpo de chico. Entre ella y mis sentidos. Logré ver mi cuerpo inerte en la ventana, el ingobernado cuerpo del que escapé y dejé solo durante ese instante mágico. Quizá haya sido cosa de la fecha de ayer. No lo sé. Pero al rato les vi tumbados, uno sobre el otro, abrazándose y besándose sin parar. Con una sonrisa me dí la vuelta y les dejé solos.
Gracias campeón. A la próxima espero poder invitarte yo.

Mañana me acordaré

Siempre recuerdo lo que tengo que hacer, pero al día siguiente. Desde pequeñito. Quizá porque retrasé un día el parto de mi madre y nací con un diente (el colmillo izquierdo). No sé. Pero todos los objetivos del día se materializan en mi cerebro veinticuatro horas más tarde. Por eso, todo lo que hago carece de sentido hasta el día siguiente cuando recuerdo mis propósitos a la vez que olvido los de ese instante. Ya estoy acostumbrado. No he tenido otra vida. Una vida diferente a andar por un mundo en el que no sé qué hacer y por qué estoy aquí o allá, como un sueño efímero y aéreo constante. Cada mañana me levanto de mi revuelta cama para ir al trabajo, donde entrego los resultados del día anterior. No es de extrañar que, a no ser por fuerzas externas, los lunes estén borrados de mi jornada laboral, y los sábados me encuentre siempre cerrada la puerta de la oficina tras cuarenta minutos en metro (aunque siempre me acuerde de mirar el reloj al día siguiente, pero al menos a la misma hora). Y así, todas las semanas, me pregunto ante la puerta de cristal de mi trabajo el motivo por el que está cerrada. Y no me respondo hasta el domingo.
No quiero entrar en temas escatológicos, pero... ir al cuarto de baño todos los días sin razón aparente, puede resultar algo desagradable. Y absurdo, porque la verdad es que no hay gran repertorio de labores en dicho lugar. Pero en ese instante, no sé que hago allí, para qué me he encaminado a la sala de azulejos blancos y espejo empañado. Pero todo es acostumbrarse.
Y el amor también ha sufrido los síntomas de mi pequeña disfunción. Cada vez que tengo una cita, se me olvida que hago allí, y me sorprendo con la supuesta casualidad de encontrarme con una chica, quizá amiga. Dos besos, y hasta luego. No me vuelven a hablar. ¿Por qué? Aún no lo recuerdo.
Sólo hubo una que tuvo la pesadez y paciencia de esperar a que me acordara de mi amor. Por suerte me dejó un sábado, y hasta el lunes (tras apagar el despertador con furia dominguera), no fui consciente de que me habían dejado el día anterior. No será tan malo en el fondo.
¡La de cosas que recuerdo cuando es demasiado tarde! Oportunidades perdidas, pero también peligros librados. Todo por culpa de mi pequeña enfermedad sin nombre. Bueno...¿enfermedad? No lo sé, no lo he podido averiguar. Llevo toda la vida yendo a la consulta del médico y dándome la vuelta a los dos minutos sin saber qué hago allí.
Y así hasta ahora. Hasta ahora que os cuento esto que se me ocurrió ayer, mientras espero sentado en un café céntrico a “nosequién”, no sé por qué ni para qué. Mañana lo sabré. Pasado mañana os lo contaré.
Perra vida.

lunes, 28 de noviembre de 2011

Donde habita el olvido

Era un hombre misterioso. Siempre salía de casa a las 9:21 respecto al reloj de la sucia torre abandonada. Dejaba atrás la puerta chirriante de madera del encajonado, viejo y mugriento edificio en el que supuestamente vivía. Nadie sabía cuál era su piso en este número 5 del callejón. Nunca se veía luz a través de los empañados cristales de las tres plantas.
Solía asomarme a la hora para verle salir. En ocasiones me despertaba pronto sólo con ese objetivo. Y siempre, a las 9:21 salía por la puerta del número 5. A las 9:21. Llevaba un abrigo largo completamente negro, bajo el que se distinguían unos oscuros zapatos de punta. Su sombrero era del mismo color, con un descosido en la parte trasera, y lo llevaba totalmente ajustado, lo que sólo permitía que, desde mi ventana, viera un fuerte mentón rasurado en el que se dibujaban unas profundas arrugas, arrugas de sufrimiento. Todos los días igual. El mismo abrigo. Los mismos zapatos. El mismo descosido. La misma hora.
Descendía con paso firme los tres escalones resbaladizos y mohosos que separaban este portal 5 de la acera. De su bolsillo derecho sacaba un papel, que desdoblaba y contemplaba un instante antes de enrollarlo y acercárselo la boca. Un oxidado mechero. El chasquido sonaba en el todo el silencioso callejón. El humo ascendía confundiéndose con la contaminación de la ciudad. Cuando estaba a punto de quemarse los labios, lo cogía, lo contemplaba un momento y lo arrojaba a la alcantarilla. La chirriante puerta del número 5 se volvía a cerrar a sus espaldas.

No obstante, un frío día de principios de noviembre, algo cambió. El mismo ritual de todos los días, la misma hora, el mismo portal y otro papel. Sin embargo éste no prendió con el fuego a la primera. Ni a la segunda. Salía un poco de humo pero se apagaba en sus labios. Desesperado lo arrojó al suelo. Y el poco humo que salía de ese cigarrillo incombustible se vio ahogado cuando cayó sobre él una lágrima. Fue la última vez que le vi.
Temeroso bajé al callejón y descubrí el motivo por el que el destructor fuego no había logrado prenderlo. El papel seguía aún VERDE, como si el árbol del que surgió tuviera aún vida y no se hubiera terminado de secar. Al desdoblarlo había en el medio sólo dos palabras: TE QUIERO.

Hace mucho tiempo que demolieron el bloque 5 del callejón, aquél que tanto tiempo llevaba deshabitado. Aún así, en un cajón, guardo aún la nota, el papelito, el cigarrillo. Todos los días la contemplaba y veía como poco a poco se marchitaba y el VERDOR se iba apagando. Hoy ya no es más que un seco papel, en el que aún se pueden leer las letras perfectamente.
Me encantaría encontrarme al hombre del sombrero descosido. Encontrarlo y darle por fin el papel, un papel que ya podría prender y hacerse ceniza como los demás. Pero nunca se le ha vuelto a ver desde ese 5 de noviembre, como si se hubiera convertido en polvo.
Él, esté donde esté, no pudo vencer al recuerdo. Y yo no puedo hacerlo por él.