domingo, 25 de diciembre de 2011

Navidad como arma anímica

Sin duda, lo que llamamos Navidad es una perfecta e implacable arma anímica.
La definición más correcta sería la época del año en la que al entornar los ojos percibimos destellos luminosos que pueden inyectarnos unas dosis de alegría y euforia, o bien hundirnos en lo más profundo de nuestras penas. Esa es la Navidad. No obstante, siempre lleva adosada la palabra “feliz”. Aquí falla algo. O redefinimos “feliz” o no nos queda más remedio que manipular el significado convencional de “Navidad”. O simplemente, de forma cómoda, seguir viviendo desvinculados a nuestro propio lenguaje.
Aunque sin duda es la propia felicidad la culpable de esta ambigüedad anímica. La complejidad del ser humano. Si no somos felices y a nuestro alrededor rebosa felicidad, nos creemos más desgraciados aún. El ánimo humano global es incompresible. Si sube en el algunas zonas es a costa de bajar en otras.
Por eso, al desearme “feliz Navidad” a veces parece una información sarcástica de las felicidades ajenas concretas, aquellas que me hacen sentir más hundido. El lenguaje tiene un salvaje humor negro intrínseco. La Navidad también. Y, sin lugar a dudas, la propia mente humana.
A veces sueño que suelto un pequeño cervatillo un día de finales de diciembre en la Gran Vía, con las luces y emoción llenando el caudal de la arteria madrileña. El pobre huye despavorido, atemorizado. Cuando le intento explicar que en esta época el ser humano es feliz me manda a freír espárragos (sí, en mis sueños los ciervos son políglotas). Cuando me despierto siempre me pregunto qué seré verdaderamente, un ser humano o un cervatillo. Por sí acaso, sigo haciendo regalos, pero también me tomo un poquito de musgo del belén al final de cada comida. La vida no siempre es lo que parece y hay que prepararse para todo.
Mucha Navidad a todos.

viernes, 23 de diciembre de 2011

Desdoblamiento

Una de las ventajas de ver mal de lejos, es que es mucho más fácil imaginar. Siempre lo he sabido y siempre he intentando sacar provecho de ello. Pero nunca supe que la cosa llegaría tan lejos como para provocarme la huída momentánea de mi propio cuerpo. Un desdoblamiento corporal como el que viví ayer, asomado a la ventana que da al pequeño parque. Mi miopía me impide dibujar rostros definidos, pero el largo pelo rojo radiactivo de la chica, sentada en el suelo, me hizo verla en su plenitud. Del chico, metros más allá, no me acuerdo. Sólo sé que lo único que deseaba mi mente en ese momento es que se juntaran entre los columpios y se besaran. Me sorprendí de mi actitud ansiosa y extravagante. Pero algo me decía que iba a pasar y yo me moría de ganas de que pasara. Cuanto antes. Y ocurrió. Fugazmente, pero sin prisas, sin miedos. De forma pura, limpia, natural. De pronto me dí cuenta de que no lo estaba viendo desde la ventana. Lo viví en primera persona, disfrutando de los pocos segundos que duró la unión entre ella y yo. Entre ella y el cuerpo de chico. Entre ella y mis sentidos. Logré ver mi cuerpo inerte en la ventana, el ingobernado cuerpo del que escapé y dejé solo durante ese instante mágico. Quizá haya sido cosa de la fecha de ayer. No lo sé. Pero al rato les vi tumbados, uno sobre el otro, abrazándose y besándose sin parar. Con una sonrisa me dí la vuelta y les dejé solos.
Gracias campeón. A la próxima espero poder invitarte yo.

Mañana me acordaré

Siempre recuerdo lo que tengo que hacer, pero al día siguiente. Desde pequeñito. Quizá porque retrasé un día el parto de mi madre y nací con un diente (el colmillo izquierdo). No sé. Pero todos los objetivos del día se materializan en mi cerebro veinticuatro horas más tarde. Por eso, todo lo que hago carece de sentido hasta el día siguiente cuando recuerdo mis propósitos a la vez que olvido los de ese instante. Ya estoy acostumbrado. No he tenido otra vida. Una vida diferente a andar por un mundo en el que no sé qué hacer y por qué estoy aquí o allá, como un sueño efímero y aéreo constante. Cada mañana me levanto de mi revuelta cama para ir al trabajo, donde entrego los resultados del día anterior. No es de extrañar que, a no ser por fuerzas externas, los lunes estén borrados de mi jornada laboral, y los sábados me encuentre siempre cerrada la puerta de la oficina tras cuarenta minutos en metro (aunque siempre me acuerde de mirar el reloj al día siguiente, pero al menos a la misma hora). Y así, todas las semanas, me pregunto ante la puerta de cristal de mi trabajo el motivo por el que está cerrada. Y no me respondo hasta el domingo.
No quiero entrar en temas escatológicos, pero... ir al cuarto de baño todos los días sin razón aparente, puede resultar algo desagradable. Y absurdo, porque la verdad es que no hay gran repertorio de labores en dicho lugar. Pero en ese instante, no sé que hago allí, para qué me he encaminado a la sala de azulejos blancos y espejo empañado. Pero todo es acostumbrarse.
Y el amor también ha sufrido los síntomas de mi pequeña disfunción. Cada vez que tengo una cita, se me olvida que hago allí, y me sorprendo con la supuesta casualidad de encontrarme con una chica, quizá amiga. Dos besos, y hasta luego. No me vuelven a hablar. ¿Por qué? Aún no lo recuerdo.
Sólo hubo una que tuvo la pesadez y paciencia de esperar a que me acordara de mi amor. Por suerte me dejó un sábado, y hasta el lunes (tras apagar el despertador con furia dominguera), no fui consciente de que me habían dejado el día anterior. No será tan malo en el fondo.
¡La de cosas que recuerdo cuando es demasiado tarde! Oportunidades perdidas, pero también peligros librados. Todo por culpa de mi pequeña enfermedad sin nombre. Bueno...¿enfermedad? No lo sé, no lo he podido averiguar. Llevo toda la vida yendo a la consulta del médico y dándome la vuelta a los dos minutos sin saber qué hago allí.
Y así hasta ahora. Hasta ahora que os cuento esto que se me ocurrió ayer, mientras espero sentado en un café céntrico a “nosequién”, no sé por qué ni para qué. Mañana lo sabré. Pasado mañana os lo contaré.
Perra vida.

lunes, 28 de noviembre de 2011

Donde habita el olvido

Era un hombre misterioso. Siempre salía de casa a las 9:21 respecto al reloj de la sucia torre abandonada. Dejaba atrás la puerta chirriante de madera del encajonado, viejo y mugriento edificio en el que supuestamente vivía. Nadie sabía cuál era su piso en este número 5 del callejón. Nunca se veía luz a través de los empañados cristales de las tres plantas.
Solía asomarme a la hora para verle salir. En ocasiones me despertaba pronto sólo con ese objetivo. Y siempre, a las 9:21 salía por la puerta del número 5. A las 9:21. Llevaba un abrigo largo completamente negro, bajo el que se distinguían unos oscuros zapatos de punta. Su sombrero era del mismo color, con un descosido en la parte trasera, y lo llevaba totalmente ajustado, lo que sólo permitía que, desde mi ventana, viera un fuerte mentón rasurado en el que se dibujaban unas profundas arrugas, arrugas de sufrimiento. Todos los días igual. El mismo abrigo. Los mismos zapatos. El mismo descosido. La misma hora.
Descendía con paso firme los tres escalones resbaladizos y mohosos que separaban este portal 5 de la acera. De su bolsillo derecho sacaba un papel, que desdoblaba y contemplaba un instante antes de enrollarlo y acercárselo la boca. Un oxidado mechero. El chasquido sonaba en el todo el silencioso callejón. El humo ascendía confundiéndose con la contaminación de la ciudad. Cuando estaba a punto de quemarse los labios, lo cogía, lo contemplaba un momento y lo arrojaba a la alcantarilla. La chirriante puerta del número 5 se volvía a cerrar a sus espaldas.

No obstante, un frío día de principios de noviembre, algo cambió. El mismo ritual de todos los días, la misma hora, el mismo portal y otro papel. Sin embargo éste no prendió con el fuego a la primera. Ni a la segunda. Salía un poco de humo pero se apagaba en sus labios. Desesperado lo arrojó al suelo. Y el poco humo que salía de ese cigarrillo incombustible se vio ahogado cuando cayó sobre él una lágrima. Fue la última vez que le vi.
Temeroso bajé al callejón y descubrí el motivo por el que el destructor fuego no había logrado prenderlo. El papel seguía aún VERDE, como si el árbol del que surgió tuviera aún vida y no se hubiera terminado de secar. Al desdoblarlo había en el medio sólo dos palabras: TE QUIERO.

Hace mucho tiempo que demolieron el bloque 5 del callejón, aquél que tanto tiempo llevaba deshabitado. Aún así, en un cajón, guardo aún la nota, el papelito, el cigarrillo. Todos los días la contemplaba y veía como poco a poco se marchitaba y el VERDOR se iba apagando. Hoy ya no es más que un seco papel, en el que aún se pueden leer las letras perfectamente.
Me encantaría encontrarme al hombre del sombrero descosido. Encontrarlo y darle por fin el papel, un papel que ya podría prender y hacerse ceniza como los demás. Pero nunca se le ha vuelto a ver desde ese 5 de noviembre, como si se hubiera convertido en polvo.
Él, esté donde esté, no pudo vencer al recuerdo. Y yo no puedo hacerlo por él.

domingo, 27 de noviembre de 2011

Sin miedo

Sé egoísta. Sí, sé que hay cosas que te sacan de tus casillas. Es normal. No todo es como te gusta. No todo tiene una explicación justificada. Ni siempre se dará importancia a lo valioso y se dejará de abusar de lo falso y efímero. Lo sé, a menudo te preguntas por qué hay cosas tan absurdas y sin embargo extendidas como una plaga. Te comprendo perfectamente, pero déjalo. Sí, déjalo, olvídalo. No busques respuestas a todo porque no las hay. Las personas no dejamos de ser animales. Animales que hemos aprendido a razonar para elegir voluntariamente lo que en realidad es irracional. Paradoja. Sí pequeño, acostúmbrate a ellas.
Pero no te atormentes. No merece la pena, en serio. Sé un poco egoísta. Habla a quien te quiera escuchar, enseña a quien quiera aprender, ofrécete a quien te sepa valorar. No entres en el pozo, y, sobre todo, no tengas miedo a quedarte solo. Porque mientras quede un loco en un mundo de falsos cuerdos, aún habrá esperanza de cambiarlo.