viernes, 23 de diciembre de 2011

Mañana me acordaré

Siempre recuerdo lo que tengo que hacer, pero al día siguiente. Desde pequeñito. Quizá porque retrasé un día el parto de mi madre y nací con un diente (el colmillo izquierdo). No sé. Pero todos los objetivos del día se materializan en mi cerebro veinticuatro horas más tarde. Por eso, todo lo que hago carece de sentido hasta el día siguiente cuando recuerdo mis propósitos a la vez que olvido los de ese instante. Ya estoy acostumbrado. No he tenido otra vida. Una vida diferente a andar por un mundo en el que no sé qué hacer y por qué estoy aquí o allá, como un sueño efímero y aéreo constante. Cada mañana me levanto de mi revuelta cama para ir al trabajo, donde entrego los resultados del día anterior. No es de extrañar que, a no ser por fuerzas externas, los lunes estén borrados de mi jornada laboral, y los sábados me encuentre siempre cerrada la puerta de la oficina tras cuarenta minutos en metro (aunque siempre me acuerde de mirar el reloj al día siguiente, pero al menos a la misma hora). Y así, todas las semanas, me pregunto ante la puerta de cristal de mi trabajo el motivo por el que está cerrada. Y no me respondo hasta el domingo.
No quiero entrar en temas escatológicos, pero... ir al cuarto de baño todos los días sin razón aparente, puede resultar algo desagradable. Y absurdo, porque la verdad es que no hay gran repertorio de labores en dicho lugar. Pero en ese instante, no sé que hago allí, para qué me he encaminado a la sala de azulejos blancos y espejo empañado. Pero todo es acostumbrarse.
Y el amor también ha sufrido los síntomas de mi pequeña disfunción. Cada vez que tengo una cita, se me olvida que hago allí, y me sorprendo con la supuesta casualidad de encontrarme con una chica, quizá amiga. Dos besos, y hasta luego. No me vuelven a hablar. ¿Por qué? Aún no lo recuerdo.
Sólo hubo una que tuvo la pesadez y paciencia de esperar a que me acordara de mi amor. Por suerte me dejó un sábado, y hasta el lunes (tras apagar el despertador con furia dominguera), no fui consciente de que me habían dejado el día anterior. No será tan malo en el fondo.
¡La de cosas que recuerdo cuando es demasiado tarde! Oportunidades perdidas, pero también peligros librados. Todo por culpa de mi pequeña enfermedad sin nombre. Bueno...¿enfermedad? No lo sé, no lo he podido averiguar. Llevo toda la vida yendo a la consulta del médico y dándome la vuelta a los dos minutos sin saber qué hago allí.
Y así hasta ahora. Hasta ahora que os cuento esto que se me ocurrió ayer, mientras espero sentado en un café céntrico a “nosequién”, no sé por qué ni para qué. Mañana lo sabré. Pasado mañana os lo contaré.
Perra vida.

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